Entro en el metro disimulando las ganas locas que tengo de sentarme. Esta técnica es la única que permite marcar algo de distancia moral con las señoras de avanzada edad que avanzas raudas por el vagón oliendo los sitios vacíos.
No hay sitio. Me dedico a mirar a los pasajeros que
van sentados. Ellos intentan no levantar la vista de sus libros y
periódicos. Tienen cara de conejitos felices y algo orgullosos. Yo cruzo
miradas severas con otras hienas que, como yo, esperan que un conejo se
levante. Intentamos oler en qué parada se bajan, pero habitualmente huele a
tabaco y mandarinas que la gente ha devorado en el andén antes de entrar al
vagón y se hace imposible.
Se levanta una persona (oh Bjork!!). Me bato en duelo de miradas
asesinas con otras tres personas. ¿Quién perderá antes los nervios y la
dignidad y se hará con el asiento? ¿Será el vencedor alguien de nosotros o se
materializará una señora de otra dimensión en nuestro reducido espacio y posará
sus desgastadas posaderas? Toda mi vida pasa por delante de mis ojos. Contengo
la respiración. Una gota de sudor cae por mi frente. Inicio el movimiento pero
(JODER!!)
¿qué cojones pasa? El oponente que parecía más
modosito << bajo, gafas de pasta, mochila del cole >> muta violentamente a señora cual agente de Matrix y, en una micronésima de segundo, está sentado en el
asiento libre y ha abierto el Lecturas.
He perdido la batalla diaria, pero no la guerra.
1 comentarios:
Que gracia... Me gustó lo de conejos e hienas...
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